Olía a soledad nada más pisar la seca hierba que aún quedaba
en el jardín delantero de la casa. Se
escondió el sol, y se acoparon las pocas nubes que tristemente asomaban en una tarde
soleada. Tenía miedo, pero todos ellos me animaban poderosamente desde la acera
de enfrente.
El momento más delicado de mis nueve primaveras. Empezaba a titubearme el mentón, los dientes rechinaban
y notaba que me temblaban hasta las orejas. Las mariposas revoloteaban dentro de mi
estómago como si de una hormigonera se tratase. Muy despacio, di el primer
paso, con el cual ya no podía mirar atrás, porque… no sé por qué, pero no
podía. A medida que iba avanzando hasta la ventana de la casa se me pasaron
cien mil cosas por la cabeza, de las
cuales salía victorioso en la mayoría de ellas.
Maldigo el momento en el que cogí el palo con las dos manos,
lo apreté con tanta fuerza, que pude hacer hasta zumo de salvia. Mi equipo
perdía por dos vueltas, y lo que menos nos apetecía en ese momento o por lo
menos a mí, era recoger pelotas. Así que cuando cogí el palo, lo único que
pensaba era en batear lo más fuerte posible, para que Marcos, que se encontraba
a 5 bases de dar una vuelta, nos pudiese salvar de no recoger pelotas.
Pero no fue Marcos el que nos salvó, sino yo. Hice un home
run, pero como la propia palabra en inglés dice, “carrera a casa”. Cogió una
trayectoria rectilínea con la mala fortuna de ir a parar a la casa abandonada
de la vieja bruja del pueblo. Rompí una ventana, rompí una persiana… Yo no sabía ni dónde
meterme, y lo peor de todo es que la bola no era mía sino del hermano de
Antonio. El amigo ceporro, que por no tragarse una riña del hermano, me hizo ir
a por la pelota. Y eso que le insistí, pero ni por esas.
Nadie tenía constancia
de la dueña de la casa desde que la vieron por última vez en la misa de su
hermano que falleció hace 15 años. Ninguno de nosotros nos acordábamos de su
nombre, eso sí, recuerdo una breve historia de mi padre que me contó, que el hermano no murió por muerte natural, sino que lo mataron.
Puse las dos manos sobre el cristal roto de la ventana, mi
cabeza entre medio de las dos manos y me dispuse a mirar. Había un silencio
inédito, no se escuchaban ni un pájaro piar, ni un gato maullar. Reconozco que
tenía miedo, pero cuando no vi nada, entré la mano por el agujero que
previamente había hecho la pelota para quitar el cerrojo a la ventana, lo subí
lentamente para no hacer ruido, cuando lo enganché en la posición de abierto
noté algo peludo que me tocaba.
No quería ni abrir los ojos, saqué la mano que
parecía que me quemaba. Volví a poner de nuevo las dos manos sobre el cristal,
la cabeza en medio y volví a mirar. Observé que las cortinas, eran de tela con
un bordado que parecía la melena de un león. También vi al fondo de la sala una
mesa y tres sillas colocadas encima de ella. Algún que otro cuadro colgado en
la pared y una sábana encima de un supuesto sofá de cuero marrón. Pero la
pelota no conseguí verla.
Subí la pesada ventana que sujeté con mi mano derecha
mientras entraba las piernas dentro de la casa, eché una última visual a mis
amigos que desde la acera de enfrente, todos me daban ánimo, pero a ninguno se
le alzaba la voluntad de venir a estar conmigo. Puse la pierna izquierda dentro
de la casa y cuando fui a dar el primer paso, noté algo raro al pisar. Era un pequeño
libro lleno de polvo, soplé y el polvo parecía esparcirse cómo si de algo fantástico se tratase. En la portada
aparecía una iguana subida a un árbol y se titulaba “La selva en Bombay”. Lo
escribió un tal “Chanchanchan” que por la foto que aparecía en la contraportada,
parecía un Chamán.
Con mucho miedo, alcé la voz y pregunté: ¿Hay alguien? Del
miedo que tenía, parecía que me habían contestado, miré hacía todos los lados,
en busca de la dichosa pelota, pero lo único que vi fue un montón de cuadros de
animales colgados en la pared. Uno de los que más me llamó la atención fue un
cuadro de una pantera y un hombre, me supuse que era el hermano de la bruja
anciana. Debajo del cuadro había una poesía, un tanto surrealista, ya que había
en cada metro de pared, un cuadro de Adelardo Covarsí.
Al
animal hay que respetar.
Cuando
se encuentra en libertad
con
alegría debemos comer
con
alegría debemos beber.
Siempre
que la tristeza tú no dejes ver.
Parecía una casa abandonada, en la que imperaba el polvo.
Por fin vi la pelota, que se encontraba debajo de un mueble blanco, que
aguantaba una lámpara de cristal y dos figuras de Lladró, una de un toro y la
otra de una muñeca. Cogí la pelota y salí volando de la casa, y eso que no
tenía alas. Las mariposas revoloteaban aún más activas, cuando llegué a la
acera donde estaban, nada más que sabía decir: “que guapo que guapo”, estaba
alegre por la adrenalina que había soltado, pero a la misma vez había una
sensación dentro de mí que me animaba a volver a entrar en la casa. Pero no iba
a ser hoy, lo tenía claro. Hice el baile del Cowabunga, imitando a “ballenita”
José María. Que, instintivamente, me soltó un cachetón.
Volvíamos a poder jugar, aunque por lo menos no bateamos, yo
seguía dándole vueltas a la cabeza, tenía una visualización de la casa en mi
cabeza, quería descubrir que había y cómo era, pero aún con el susto en el
cuerpo, no podía pensar con claridad.
Me disponía a batear…
Alonso Becerra Salguero, 3º Educación Primaria.
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