domingo, 22 de marzo de 2015

Oficina de Redacción Literaria Disparatada





Olía a soledad nada más pisar la seca hierba que aún quedaba en el jardín delantero de la casa.  Se escondió el sol, y se acoparon las pocas nubes que tristemente asomaban en una tarde soleada. Tenía miedo, pero todos ellos me animaban poderosamente desde la acera de enfrente. 

El momento más delicado de mis nueve primaveras. Empezaba a titubearme el mentón, los dientes rechinaban y notaba que me temblaban hasta las orejas. Las mariposas revoloteaban dentro de mi estómago como si de una hormigonera se tratase. Muy despacio, di el primer paso, con el cual ya no podía mirar atrás, porque… no sé por qué, pero no podía. A medida que iba avanzando hasta la ventana de la casa se me pasaron cien mil cosas por la cabeza, de las cuales salía victorioso en la mayoría de ellas.

Maldigo el momento en el que cogí el palo con las dos manos, lo apreté con tanta fuerza, que pude hacer hasta zumo de salvia. Mi equipo perdía por dos vueltas, y lo que menos nos apetecía en ese momento o por lo menos a mí, era recoger pelotas. Así que cuando cogí el palo, lo único que pensaba era en batear lo más fuerte posible, para que Marcos, que se encontraba a 5 bases de dar una vuelta, nos pudiese salvar de no recoger pelotas.

Pero no fue Marcos el que nos salvó, sino yo. Hice un home run, pero como la propia palabra en inglés dice, “carrera a casa”. Cogió una trayectoria rectilínea con la mala fortuna de ir a parar a la casa abandonada de la vieja bruja del pueblo. Rompí una ventana, rompí una persiana… Yo no sabía ni dónde meterme, y lo peor de todo es que la bola no era mía sino del hermano de Antonio. El amigo ceporro, que por no tragarse una riña del hermano, me hizo ir a por la pelota. Y eso que le insistí, pero ni por esas.

Nadie tenía constancia de la dueña de la casa desde que la vieron por última vez en la misa de su hermano que falleció hace 15 años. Ninguno de nosotros nos acordábamos de su nombre, eso sí, recuerdo una breve historia de mi padre que me contó, que el hermano no murió por muerte natural, sino que lo mataron.

Puse las dos manos sobre el cristal roto de la ventana, mi cabeza entre medio de las dos manos y me dispuse a mirar. Había un silencio inédito, no se escuchaban ni un pájaro piar, ni un gato maullar. Reconozco que tenía miedo, pero cuando no vi nada, entré la mano por el agujero que previamente había hecho la pelota para quitar el cerrojo a la ventana, lo subí lentamente para no hacer ruido, cuando lo enganché en la posición de abierto noté algo peludo que me tocaba. 

No quería ni abrir los ojos, saqué la mano que parecía que me quemaba. Volví a poner de nuevo las dos manos sobre el cristal, la cabeza en medio y volví a mirar. Observé que las cortinas, eran de tela con un bordado que parecía la melena de un león. También vi al fondo de la sala una mesa y tres sillas colocadas encima de ella. Algún que otro cuadro colgado en la pared y una sábana encima de un supuesto sofá de cuero marrón. Pero la pelota no conseguí verla.

Subí la pesada ventana que sujeté con mi mano derecha mientras entraba las piernas dentro de la casa, eché una última visual a mis amigos que desde la acera de enfrente, todos me daban ánimo, pero a ninguno se le alzaba la voluntad de venir a estar conmigo. Puse la pierna izquierda dentro de la casa y cuando fui a dar el primer paso, noté algo raro al pisar. Era un pequeño libro lleno de polvo, soplé y el polvo parecía esparcirse cómo si  de algo fantástico se tratase. En la portada aparecía una iguana subida a un árbol y se titulaba “La selva en Bombay”. Lo escribió un tal “Chanchanchan” que por la foto que aparecía en la contraportada, parecía un Chamán.

Con mucho miedo, alcé la voz y pregunté: ¿Hay alguien? Del miedo que tenía, parecía que me habían contestado, miré hacía todos los lados, en busca de la dichosa pelota, pero lo único que vi fue un montón de cuadros de animales colgados en la pared. Uno de los que más me llamó la atención fue un cuadro de una pantera y un hombre, me supuse que era el hermano de la bruja anciana. Debajo del cuadro había una poesía, un tanto surrealista, ya que había en cada metro de pared, un cuadro de Adelardo Covarsí.

Al animal hay que respetar.
Cuando se encuentra en libertad
con alegría debemos comer
con alegría debemos beber.
Siempre que la tristeza tú no dejes ver.

Parecía una casa abandonada, en la que imperaba el polvo. Por fin vi la pelota, que se encontraba debajo de un mueble blanco, que aguantaba una lámpara de cristal y dos figuras de Lladró, una de un toro y la otra de una muñeca. Cogí la pelota y salí volando de la casa, y eso que no tenía alas. Las mariposas revoloteaban aún más activas, cuando llegué a la acera donde estaban, nada más que sabía decir: “que guapo que guapo”, estaba alegre por la adrenalina que había soltado, pero a la misma vez había una sensación dentro de mí que me animaba a volver a entrar en la casa. Pero no iba a ser hoy, lo tenía claro. Hice el baile del Cowabunga, imitando a “ballenita” José María. Que, instintivamente, me soltó un cachetón.

Volvíamos a poder jugar, aunque por lo menos no bateamos, yo seguía dándole vueltas a la cabeza, tenía una visualización de la casa en mi cabeza, quería descubrir que había y cómo era, pero aún con el susto en el cuerpo, no podía pensar con claridad.


Me disponía a batear…

Alonso Becerra Salguero, 3º Educación Primaria.

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