Ilustración de Benjamin Lacombe |
Nunca he pensado que fuera una niña especial. De pequeña era
una niña alegre, o eso cuentan. Pero ya no tanto. No es que esté triste, pero
entiendo la tristeza y prefiero la soledad. Mi madre lo llama edad del pavo,
estar en mi nube. También dice que
así al menos no molesto tanto como mi hermano.
Una tarde de la semana pasada, en el parque, hice un test
estúpido de una revista. Qué animal te
define. Antes de empezar a hacerlo, miré los posibles resultados: león,
mariposa o iguana. Pensé que me sentía identificada con la fuerza del primero,
lo delicado de la segunda... Mis peores presagios se cumplieron: salió iguana. "Fantástico", pensé. No un pájaro, que puede volar, que tiene alas;
no un gato, que es peludo y adorable; no una pantera, que es un animal poderoso
y atractivo. No. Un maldito lagarto.
No me resistí y pasé por la nueva tienda de mascotas del
barrio. Tengo que mirar a uno de esos bichos a los ojos, pensé. Entré en la
tienda, pregunté por el animal, me señalaron dónde estaba. "Sólo tenemos
una", dijo el vendedor; "la he llamado Mariela", dijo sonriente.
Perfecto. La única iguana en, probablemente, kilómetros a la redonda y se llama
como yo. Mi nombre, sí, ese que no es muy común. Mientras me acercaba a la urna, empecé a ponerme nerviosa. Me asomé y clavé mis
ojos en aquel animal . Éste giró la cabeza, despacio. Se acercó al cristal,
activo, sorprendentemente ágil. No me dio miedo, al contrario. No desprenden
precisamente alegría pero sí tranquilidad.
No sé exactamente cuánto tiempo estuve allí. Pero sí que
hubo una comunicación especial entre ese ser tan verde y yo. Movíamos la cabeza
a la vez, como un baile.
Volví a casa, me senté en la silla de mi padre, subí bien la
persiana, dispuesta a investigar. Y busqué en uno de sus libros a ese animal que
tanto me definía. Les gusta el sol. Bien. Comen hojas.
Mal, odio las espinacas. En libertad, viven en selvas. Bien, a mí me encanta el
campo. Tienen tres ojos, no tienen orejas ni dientes... ¡Pero qué tontería!
¿Qué estaba haciendo? ¿Iba a dar crédito a una de esas brujas que escriben en
cualquier sitio diciendo cosas que la gente quiere oír?
Los días siguientes, las iguanas se colaban como por arte de
magia en las conversaciones con mis padres. No entendía el motivo. Escuchaba el
nombre de ese animal en muchos lugares. Mi hermano pequeño presentaba una
extraña y repentina obsesión. "¡Se me ha caído un diente! ¡Qué guapo! Las
iguanas no tienen dientes, ¿verdad?".
Unos días después, mi madre me sentó en el sofá. Yo esperaba
un momento incómodo, alguna riña. "Mariela, te veo rara y yo quiero que
estés contenta. Por eso, te he comprado un regalo". Sacó una extraña caja agujereada y, después de darme un cachetón cariñoso y un
beso, me la entregó. "El otro día te vi entrar en la tienda y
mirarla.", me dijo.
Abrí la caja y, boquiabierta, vi a la otra Mariela. Sonreí.
"¿Te gusta?", me preguntó mi madre. "Seguro que nos llevamos
bien", respondí.
Rocío Méndez Pérez, 3º Educación Primaria.
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