miércoles, 25 de marzo de 2015

Oficina de Redacción Literaria Disparatada


Ilustración de Benjamin Lacombe

Nunca he pensado que fuera una niña especial. De pequeña era una niña alegre, o eso cuentan. Pero ya no tanto. No es que esté triste, pero entiendo la tristeza y prefiero la soledad. Mi madre lo llama edad del pavo, estar en mi nube. También dice que así al menos no molesto tanto como mi hermano.

Una tarde de la semana pasada, en el parque, hice un test estúpido de una revista. Qué animal te define. Antes de empezar a hacerlo, miré los posibles resultados: león, mariposa o iguana. Pensé que me sentía identificada con la fuerza del primero, lo delicado de la segunda... Mis peores presagios se cumplieron: salió iguana. "Fantástico", pensé. No un pájaro, que puede volar, que tiene alas; no un gato, que es peludo y adorable; no una pantera, que es un animal poderoso y atractivo. No. Un maldito lagarto.

No me resistí y pasé por la nueva tienda de mascotas del barrio. Tengo que mirar a uno de esos bichos a los ojos, pensé. Entré en la tienda, pregunté por el animal, me señalaron dónde estaba. "Sólo tenemos una", dijo el vendedor; "la he llamado Mariela", dijo sonriente. Perfecto. La única iguana en, probablemente, kilómetros a la redonda y se llama como yo. Mi nombre, sí, ese que no es muy común. Mientras me acercaba a la urna, empecé a ponerme nerviosa. Me asomé y clavé mis ojos en aquel animal . Éste giró la cabeza, despacio. Se acercó al cristal, activo, sorprendentemente ágil. No me dio miedo, al contrario. No desprenden precisamente alegría pero sí tranquilidad.

No sé exactamente cuánto tiempo estuve allí. Pero sí que hubo una comunicación especial entre ese ser tan verde y yo. Movíamos la cabeza a la vez, como un baile.

Volví a casa, me senté en la silla de mi padre, subí bien la persiana, dispuesta a investigar. Y busqué en uno de sus libros a ese animal que tanto me definía. Les gusta el sol. Bien. Comen hojas. Mal, odio las espinacas. En libertad, viven en selvas. Bien, a mí me encanta el campo. Tienen tres ojos, no tienen orejas ni dientes... ¡Pero qué tontería! ¿Qué estaba haciendo? ¿Iba a dar crédito a una de esas brujas que escriben en cualquier sitio diciendo cosas que la gente quiere oír?


Los días siguientes, las iguanas se colaban como por arte de magia en las conversaciones con mis padres. No entendía el motivo. Escuchaba el nombre de ese animal en muchos lugares. Mi hermano pequeño presentaba una extraña y repentina obsesión. "¡Se me ha caído un diente! ¡Qué guapo! Las iguanas no tienen dientes, ¿verdad?".

Unos días después, mi madre me sentó en el sofá. Yo esperaba un momento incómodo, alguna riña. "Mariela, te veo rara y yo quiero que estés contenta. Por eso, te he comprado un regalo". Sacó una extraña caja agujereada y, después de darme un cachetón cariñoso y un beso, me la entregó. "El otro día te vi entrar en la tienda y mirarla.", me dijo.



Abrí la caja y, boquiabierta, vi a la otra Mariela. Sonreí. "¿Te gusta?", me preguntó mi madre. "Seguro que nos llevamos bien", respondí.

Rocío Méndez Pérez, 3º Educación Primaria. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario